Mi necesidad de encontrar trabajo de inmediato al hallarme de forma casi repentina en Barcelona aceleraron mi búsqueda y la hicieron menos concreta, en definitiva: casi cualquier cosa me valía con tal de que me pagaran.
Acepté la primera ocasión que se me presentó, no me quedaba otro remedio. «Bueno tampoco debe estar tan mal… una sala de máquinas recreativas…», pensé. De hecho es en uno de estos lugares donde casi un mes antes había dejado un currículum.
El día de la entrevista había llegado. Me planté frente al lugar que coincidía con la dirección que figuraba en mi pedazo de papel. Pude observar que, al parecer, se trataba de una sala dedicada exclusivamente a las máquinas tragaperras. Pero a penas di importancia a este hecho pensando: «me habrán citado aquí simplemente»
Entré, sin prestar demasiada antención a lo que acontecía a mi alrededor, con la idea de que ése no sería el sitio donde me tocaría trabajar. Me dirigí hacia una barra de bar que había allí mismo y pregunté por el tipo que debía entrevistarme. Apenas cinco minutos después se presentó un tipo barrigón, vestido con americana y corbata, y con un puro en la boca. Vamos, lo que familiarmente se podría denominar: hombre de panza y puro. Otro chico* llegó justo en el momento en el que el tipo de panza y puro se presentó, también venía para la entrevista.
Nos llevó hasta una puerta de emergencia, cruzamos la puerta y comenzamos a bajar unas escaleras. Era un subterráneo, de aspecto un tanto lúgubre. Allí se hallaba ubicado una especie de despacho improvisado. Los contados y necesarios muebles que ocupaban el despacho eran bastante antiguos y apenas una fotografia, de lo que parecían los trabajadores de la sala, adornaba la pared.
El tipo comenzó casi de inmediato a hablarnos del trabajo que íbamos a desempeñar, iba al grano, debía necesitar gente como fuera. Yo con dificultades podía prestar atención a lo que decía, sólo observaba un fino bigotito que se movía al hablar y la ceniza que caía sobre la mesa proveniente de su puro y que él iba apartando repetidas veces con sus gruesos dedos. Uno de ellos sostenía un enorme sello de oro.
Presté atención de verdad cuando comenzó a hacer mención al contrato y al sueldo. Y cuando, en un tono bastante distendido, se refería a los clientes de la sala con términos como «ludópatas» o «zumbaos», que por esa razón nunca debíamos entrar en trifulcas, y que al menor problema debíamos dirigirnos a él. También puse especial atención en el horario, por supuesto. No me gusta nada currar pero si he de hacerlo porque no me quedan más remedio, que sea poquito. Gracias.
Los dos aceptamos el trabajo, comenzábamos a la semana siguiente.
Era el primer día de trabajo. Me tuve que vestir con chaleco y pajarita. Menuda ridiculez de uniforme. Lo que hay que hacer para vivir en estos días.
Mi trabajo consistía básicamente en guardar el cambio en una riñonera y dirigirme hacia el cliente ante el menor síntoma de que éste necesitaba cambiar su billete por unas monedas y así continuar jugando como si se le fuera la vida en ello. No era el curro más emocionante del mundo, ni siquiera mis compañeras eran de lo más enrollados e interesantes, pero había algo en aquel tugurio infesto que lo hacía especialmente entrañable y diferente al resto de sitios en los que había estado. Ya el sólo olor al entrar era perfectamente reconocible.
Entre los asiduos al local, muchos marroquís, vagabundos sin ningún sitio donde caer muertos y a los que solíamos invitar a un café, viejos locos parlanchines, un sudamericano que se dedicaba a controlar las máquinas donde la gente se gastaba más dinero para avisar a otros que le pagaban por ello, chinos que ganaban grandes sumas de dinero con una facilidad pasmosa, seguramente ayudados por algún tipo de truco, y un largo etcétera de personajes que más adelante fui descubriendo. El local se hallaba en pleno centro urbano, por lo que las idas y venidas de todo tipo de personajes era algo habitual, pero entre ellos, había algunos que eran fijos, y de los que a continuación enumeraré los más interesantes.
-El pez abisal. Este viejete pequeño y con cara de pez de las profundidades abisales oceánicas se paseaba asiduamente por la sala, y nunca le oí decir una palabra. Su cabeza estaba adornada con una gasa que cubría gran parte de su pequeña cabecita calva. No le vi nunca jugar por lo que puedo suponer que debía ser una de las tantas personas que no tenian adónde ir, seguramente inadmitidos en otros lugares, y a las que se les podía suponer una situación económica precaria.
Boquepacha! en esta foto doy un poco de miedo, ¿no?
-La joven M. Así la llamaré para abreviar su nombre y no desvelarlo. Se trataba de una chica joven, de unos «veintipoco», bastante delgada, no demasiado guapa, muy simpática y además buena chica. Siempre jugaba a la ruleta electrónica. Sufria una crisis paranoica, pero esto solo se manifestaba en momentos muy puntuales. Llegué a entretenerme en alguno de los momentos de menos trabajo pensando en qué diablos hacía una chica de esa edad perdiendo las tardes y el dinero (unos 200€ era lo habitual) en un antro como aquél. Qué penosa enfermedad la ludopatía… La verdad, nunca la imaginé tan grave.
-La M. Se llamaba igual que la anterior. Una tipa sin duda entrañable. Con su abrigo, su mochila de propaganda y esa forma de andar cabizbaja mientras exclamaba en voz alta alguna expresión sarcástica, típica de una mujer con sentido del humor pero en el fondo agobiada, miserable y, como muchos de los que rondaban por allí, enferma.
-La vieja loca ludópata. Ésta era genial. Uno de los personajes más increíbles que he tenido el gusto de conocer. Se trataba de una viejecita enana y con aspecto de loca, como el mismo enunciado indica, que cuando era cuestión de jugar no tenía amigos. La última vez que presencié uno de sus increíbles arrebatos, andaba como loca jugando con nada más y nada menos que dos máquinas a la vez, mientras pateaba cada una de ellas al ver que ninguna escupía monedas. Todo el mundo alrededor miraba estupefacto como esta mujer sacaba una energia de dentro que ni el mismísimo Lucifer.
¡Avance! ¡he oído avance!
-El sordo. No me enteré de que este tipo grandote era sordo hasta pasada una semana. Siempre llevaba a un sudamericano al lado, que supuestamente le ayudaba a controlar las máquinas y hablaba por él, a cambio de alguna moneda si éste se hacía con algún premio. Cuando me enteré que el grandullón era sordo, pasé a llamar al pequeño sudamericano que le acompañaba el puto sonotone.
-El graciosillo. Todo un personaje, un auténtico arquetipo de graciosillo pero tan acentuado que resultaba hasta cachondo por momentos. Se dedicaba a hacer cosas como ponerse detrás del sordo y llamarle «¡Hijo de puta!», con un grito estridente y seco. O a comentarme lo feo que era el sudamericano que lo acompañaba. Era bastante joven comparado con la media que aquel antro albergaba, lo que hacía que te preguntaras cuál era su función allí, cuando ni tan siquiera solía jugar demasiado. La verdad, nunca supe con qué razón acudía allí más que la de hacerse el graciosillo.
-El tipo que parecía que no estaba pero estaba. Su aspecto de tipo corriente le otorgaba el don de pasar totalmente desapercibido. Pero si prestabas atención en él por un momento, podías observar que siempre estaba de pie en el mismo sitio, justo de espaldas a la misma máquina, a la que, muy de vez en cuando le echaba alguna moneda -no sé por qué razón debía tener debilidad por ésa en concreto. Se dedicaba también a mirar en las bandejas de las máquinas por si un despistado se había olvidado alguna moneda. Si encontraba alguna corría de inmediato a echarla a alguna máquina, con el pertinente cabreo silencioso (propio de él) cuando veía que volvía de nuevo a perder dinero. Pero eso nunca le frenaba. Al contrario.
Y ya para acabar os diré que meterme en este lugar, aunque fuese con el objetivo de trabajar forzosamente, me ayudó a conocer de primera mano este tipo de lugares tan interesantes por estar infestados de auténticos perdedores, gente apartada y despreciada por una sociedad engañosa, cuyos únicos valores se centran en alcanzar estatus social, y donde la imagen y la falsedad suele cobrar una especial relevancia.
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